La noche de San Juan - La marca del Héroe
¡Hola! Espero que estén disfrutando del verano. Vuelvo tras unos días de playa con nuestro amigo Ariel.
A continuación les dejo las partes anteriores:
La noche de San Juan
La marca del Héroe
«Ocurre en las historias que el héroe pasa ciertas vicisitudes pero no tarda en encontrar el camino que lo llevará junto a su destino. Tras la intemperie, el frío y el hambre encuentra un grupo amigo que lo salvará aportándole el apoyo que necesita y así comenzar la búsqueda. El camino del héroe es solitario pero nunca se olvidan a esos grandes compañeros.
Ariel lo tuvo algo más complicado que eso.
Las vicisitudes fueron numerosas ya que no dejaba de ser un muchacho. Si, quizá se acercaba a la edad adulta pero eso no implicaba madurez. El repentino exilio había nublado cualquier posibilidad de comprensión por lo que se limitaba a vagar sin rumbo, solo avanzando paso tras paso, alejándose del que una vez fuera su hogar.
Hubo hambre, hubo sed y frío. Cuando se lastimó se las tuvo que apañar para curarse e incluso enfermó al comer frutos que no debería haber tocado. Sin embargo, la verdadera prueba de sus problemas llegó cuando contactó con otras personas.
Llamarlo pueblo era honrar aquel lugar con un título demasiado elevado. Incluso aldea sonaba pomposo. Se trataban de cuatro casas desperdigadas, medio destartaladas, con los techos semiderruídos. El camino entre ellas era un lodazal y cocinaban en hogueras que desprendían una oscura humareda. Los perros parecían ratas gigantes que corrían jugando con niños igual de mugrientos.
Ariel debería haber percibido que todo aquello era una mala señal. La marca de su mano, que aún no acababa de curar, comenzó a arder. El fuego ascendía desde su herida, provocándole sudores, escalofríos terribles y náuseas.
Caminó hacia las personas de aquel lugar y la primera en interponerse en su camino fue una anciana que a duras penas conservaba cuatro dientes cariados. Su rostro era un mapa de arrugas, tan sucio y lleno de barro y ceniza como el sendero sobre el que estaban caminando. Parecía creada con el mismo material de la aldea.
— ¿Quién eres tú?
El muchacho tragó saliva, las náuseas se mezclaban con el miedo que le producía la señora.
— Me llamo Ariel... Yo... No tengo donde quedarme y... —No se atrevió a mirar alrededor— Quería saber si podíais... Darme algo de comer... Y un sitio donde dormir...
Sentía que comenzaría a llorar en cualquier momento pero aquella mujer lo aterrorizaba. La Anciana lo evaluó en silencio con el ceño fruncido, potenciando su apariencia de bruja extraída de una de las historias. Cuando ya se creía expulsado del pueblo, la mujer sonrió y asintió.
— No pareces un ladronzuelo, muchacho. Te quedarás —El alivio casi provoca le provoca un desmayo a Ariel—. Ven, vamos a darte algo de comer.
La Anciana condujo al muchacho junto a uno de los calderos y lo hizo sentarse sobre un leño. Los minutos pasaban y aquel desolado lugar se llenó de gente. Hombres, mujeres y niños acompañados de sus mascotas rodearon a Ariel con curiosidad. No debían de parar muchos extraños en el poblado.
El joven no tardó en sentirse reconfortado. Las mujeres le dieron conversación y se preocuparon por su aspecto desaliñado y desnutrido. Los niños lo veían como un potencial compañero de juegos. Los hombres como una nueva ayuda de trabajo que se ganaría de esa forma la comida y el techo.
Ariel debía de estar cerca de encontrar la paz, de sentirse reconfortado pero el dolor en su mano no hacía más que aumentar. Intentó ocupar su mente en cualquier otra cosa, en que quizá allí encontraría un nuevo hogar o al menos un descanso pero le fue imposible.
— ¿Por qué no puedes abrir la mano del todo? —era una de las niñas más pequeñas la que preguntaba.
— Porque me lastimé.
— ¡A ver!
Y sin más preámbulos, la mocosa cogió su mano y apretó sus diminutos dedos contra la palma herida, tirando con fuerza de sus tensos dedos y su quemada piel. Ariel soltó un alarido desgarrador que sus difuntos padres podrían haber escuchado desde su casa.
La niña soltó su mano pero poco tardó ésta en permanecer liberada pues la Anciana la cogió entre las suyas.
— Estás herido, niño. Vamos a curar... —pero no acabó la frase.
Ariel la miró con lágrimas en los ojos fruto del dolor. La mujer observaba atónita la cicatriz que comenzaba a formarse en la palma de su mano. Su mirada desorbitada dio paso en pocos segundos al terror y al odio. Tiró con violencia del brazo de Ariel, extendiendo su mano hacia los otros habitantes de aquel poblacho.
— ¡Tiene la marca de la bestia!
"¿Qué?", pensó el joven.
— Está marcado como un demonio —escupió la Anciana, enseñando la mano para que todos pudieran ver la prueba irrefutable de sus palabras—. Las leyendas hablan de esto. Es un monstruo.
"No,... otra vez no..."
— No es verdad —dijo Ariel—. Me quemé el otro día... fue durante las hogueras... estaba cogiendo un colgante, estaba caliente y...
No pudo acabar la frase porque la Anciana cruzó su rostro de una bofetada. El dolor lo sorprendió, no había superado cuando se había quemado pero aún así sentía el sabor de la sangre en la boca. No entendía qué era aquello. No comprendía porqué le tenía que suceder aquello a él.
No pudo clamar su inocencia porque una piedra cruzó el aire hasta golpear su frente y con un crujido seco, rasgar su ceja. La sangre manó empapando su rostro. Ariel miró a su alrededor pero no pudo reconocer al culpable porque en pocos segundos todos estaban armados y lo miraban con desprecio.
Uno de los hombres abalanzó sobre él con un palo como arma. Ariel alzó los brazos para protegerse justo a tiempo pudiendo proteger la cabeza no obstante no pudo evitar el golpe y el terrible crujido de su brazo al quebrarse. Fue un chasquido acompañado de fuego. En el interior del muchacho se desató la desesperación, la rabia, la incomprensión... a su alrededor todos iniciaron el movimiento, atacando con piedras, palos, aquello que tuvieran a mano para herirlo mientras lo insultaban.
¿Qué podía hacer?
Intentó correr pero los perros se lanzaron contra sus tobillos mordiéndolo con fuerza. Lo único que sentía era dolor, piedras contra su carne, palos contra sus huesos. Se quebraba y finalmente se desmayó. Un niño que se hunde bajo los golpes, un héroe que debe aprender de las primeras heridas. Aunque tardaría en hacerlo.
Lo golpearon aún cuando ya no era capaz de gritar, cuando se limitaba a sangrar encogido, con la conciencia hundida en las sombras.
Aquel pueblo murió creyendo tener la razón pues cuando se disponían a quemar al niño marcado por la bestia y así asegurar su protección, unas criaturas surgieron del camino. Silenciosas y sin que nadie se percatara de su presencia, tomaron a los humanos obligándolos a castigarse por sus actos.
Huelga decir que Ariel se salvó de las llamas pero la imagen que encontró al despertar fue terrible: entre las cenizas de la hoguera yacían los restos carbonizados de los niños. Hombres y mujeres tendidos en un círculo, atados los unos a los otros con sus intestinos de manos y pies pero aquello no era lo peor. Como si fuera un ídolo o una advertencia, la Anciana había sido empalada, sus ojos llenos de odio habían sido arrancados, su lengua blasfema estirada hasta lo imposible y su dedo acusador despellejado.
El estómago del niño no soportó aquellas terribles imágenes pero cuando se dobló para vomitar aquel movimiento lo destrozó. Algo se desgarró en su interior, su mente dejó de razonar y con parsimonia se alejó de allí tras recoger su macuto y algo que comer.
No quería volver a pedir ayuda... aunque la ayuda caminaba a su lado.»
¡Espero que les haya gustado! En breves más y mejor. Saludos.
Ariel lo tuvo algo más complicado que eso.
Las vicisitudes fueron numerosas ya que no dejaba de ser un muchacho. Si, quizá se acercaba a la edad adulta pero eso no implicaba madurez. El repentino exilio había nublado cualquier posibilidad de comprensión por lo que se limitaba a vagar sin rumbo, solo avanzando paso tras paso, alejándose del que una vez fuera su hogar.
Hubo hambre, hubo sed y frío. Cuando se lastimó se las tuvo que apañar para curarse e incluso enfermó al comer frutos que no debería haber tocado. Sin embargo, la verdadera prueba de sus problemas llegó cuando contactó con otras personas.
Llamarlo pueblo era honrar aquel lugar con un título demasiado elevado. Incluso aldea sonaba pomposo. Se trataban de cuatro casas desperdigadas, medio destartaladas, con los techos semiderruídos. El camino entre ellas era un lodazal y cocinaban en hogueras que desprendían una oscura humareda. Los perros parecían ratas gigantes que corrían jugando con niños igual de mugrientos.
Ariel debería haber percibido que todo aquello era una mala señal. La marca de su mano, que aún no acababa de curar, comenzó a arder. El fuego ascendía desde su herida, provocándole sudores, escalofríos terribles y náuseas.
Caminó hacia las personas de aquel lugar y la primera en interponerse en su camino fue una anciana que a duras penas conservaba cuatro dientes cariados. Su rostro era un mapa de arrugas, tan sucio y lleno de barro y ceniza como el sendero sobre el que estaban caminando. Parecía creada con el mismo material de la aldea.
— ¿Quién eres tú?
El muchacho tragó saliva, las náuseas se mezclaban con el miedo que le producía la señora.
— Me llamo Ariel... Yo... No tengo donde quedarme y... —No se atrevió a mirar alrededor— Quería saber si podíais... Darme algo de comer... Y un sitio donde dormir...
Sentía que comenzaría a llorar en cualquier momento pero aquella mujer lo aterrorizaba. La Anciana lo evaluó en silencio con el ceño fruncido, potenciando su apariencia de bruja extraída de una de las historias. Cuando ya se creía expulsado del pueblo, la mujer sonrió y asintió.
— No pareces un ladronzuelo, muchacho. Te quedarás —El alivio casi provoca le provoca un desmayo a Ariel—. Ven, vamos a darte algo de comer.
La Anciana condujo al muchacho junto a uno de los calderos y lo hizo sentarse sobre un leño. Los minutos pasaban y aquel desolado lugar se llenó de gente. Hombres, mujeres y niños acompañados de sus mascotas rodearon a Ariel con curiosidad. No debían de parar muchos extraños en el poblado.
El joven no tardó en sentirse reconfortado. Las mujeres le dieron conversación y se preocuparon por su aspecto desaliñado y desnutrido. Los niños lo veían como un potencial compañero de juegos. Los hombres como una nueva ayuda de trabajo que se ganaría de esa forma la comida y el techo.
Ariel debía de estar cerca de encontrar la paz, de sentirse reconfortado pero el dolor en su mano no hacía más que aumentar. Intentó ocupar su mente en cualquier otra cosa, en que quizá allí encontraría un nuevo hogar o al menos un descanso pero le fue imposible.
— ¿Por qué no puedes abrir la mano del todo? —era una de las niñas más pequeñas la que preguntaba.
— Porque me lastimé.
— ¡A ver!
Y sin más preámbulos, la mocosa cogió su mano y apretó sus diminutos dedos contra la palma herida, tirando con fuerza de sus tensos dedos y su quemada piel. Ariel soltó un alarido desgarrador que sus difuntos padres podrían haber escuchado desde su casa.
La niña soltó su mano pero poco tardó ésta en permanecer liberada pues la Anciana la cogió entre las suyas.
— Estás herido, niño. Vamos a curar... —pero no acabó la frase.
Ariel la miró con lágrimas en los ojos fruto del dolor. La mujer observaba atónita la cicatriz que comenzaba a formarse en la palma de su mano. Su mirada desorbitada dio paso en pocos segundos al terror y al odio. Tiró con violencia del brazo de Ariel, extendiendo su mano hacia los otros habitantes de aquel poblacho.
— ¡Tiene la marca de la bestia!
"¿Qué?", pensó el joven.
— Está marcado como un demonio —escupió la Anciana, enseñando la mano para que todos pudieran ver la prueba irrefutable de sus palabras—. Las leyendas hablan de esto. Es un monstruo.
"No,... otra vez no..."
— No es verdad —dijo Ariel—. Me quemé el otro día... fue durante las hogueras... estaba cogiendo un colgante, estaba caliente y...
No pudo acabar la frase porque la Anciana cruzó su rostro de una bofetada. El dolor lo sorprendió, no había superado cuando se había quemado pero aún así sentía el sabor de la sangre en la boca. No entendía qué era aquello. No comprendía porqué le tenía que suceder aquello a él.
No pudo clamar su inocencia porque una piedra cruzó el aire hasta golpear su frente y con un crujido seco, rasgar su ceja. La sangre manó empapando su rostro. Ariel miró a su alrededor pero no pudo reconocer al culpable porque en pocos segundos todos estaban armados y lo miraban con desprecio.
Uno de los hombres abalanzó sobre él con un palo como arma. Ariel alzó los brazos para protegerse justo a tiempo pudiendo proteger la cabeza no obstante no pudo evitar el golpe y el terrible crujido de su brazo al quebrarse. Fue un chasquido acompañado de fuego. En el interior del muchacho se desató la desesperación, la rabia, la incomprensión... a su alrededor todos iniciaron el movimiento, atacando con piedras, palos, aquello que tuvieran a mano para herirlo mientras lo insultaban.
¿Qué podía hacer?
Intentó correr pero los perros se lanzaron contra sus tobillos mordiéndolo con fuerza. Lo único que sentía era dolor, piedras contra su carne, palos contra sus huesos. Se quebraba y finalmente se desmayó. Un niño que se hunde bajo los golpes, un héroe que debe aprender de las primeras heridas. Aunque tardaría en hacerlo.
Lo golpearon aún cuando ya no era capaz de gritar, cuando se limitaba a sangrar encogido, con la conciencia hundida en las sombras.
Aquel pueblo murió creyendo tener la razón pues cuando se disponían a quemar al niño marcado por la bestia y así asegurar su protección, unas criaturas surgieron del camino. Silenciosas y sin que nadie se percatara de su presencia, tomaron a los humanos obligándolos a castigarse por sus actos.
Huelga decir que Ariel se salvó de las llamas pero la imagen que encontró al despertar fue terrible: entre las cenizas de la hoguera yacían los restos carbonizados de los niños. Hombres y mujeres tendidos en un círculo, atados los unos a los otros con sus intestinos de manos y pies pero aquello no era lo peor. Como si fuera un ídolo o una advertencia, la Anciana había sido empalada, sus ojos llenos de odio habían sido arrancados, su lengua blasfema estirada hasta lo imposible y su dedo acusador despellejado.
El estómago del niño no soportó aquellas terribles imágenes pero cuando se dobló para vomitar aquel movimiento lo destrozó. Algo se desgarró en su interior, su mente dejó de razonar y con parsimonia se alejó de allí tras recoger su macuto y algo que comer.
No quería volver a pedir ayuda... aunque la ayuda caminaba a su lado.»
¡Espero que les haya gustado! En breves más y mejor. Saludos.
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