La noche de San Juan (IV) - Aliados
¡Muy buenas! Un nuevo día llega a las Llanuras de la Venganza y las plumas del Fénix os traen un nuevo relato. Si, vengo inspirada. Como de inspirada vendré que le he puesto nombre a esto y todo. ¡Al grano! Vuelvo con nueva entrega de las aventuras de Ariel. Así que vamos a ello.
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La noche de San Juan
Aliados
«Como se ha dicho, los héroes están destinados en su camino a encontrar seres que faciliten su travesía. La ruta que había emprendido nuestro muchacho estaba llena de cristales y espinas que dificultaban cada uno de sus pasos, cortando cada uno de los lazos que lo unían con su pasado. Las espinas se hundían en sus recuerdos e intentar sacarlas provocaban que supurase el pus del dolor, rezumando el putrefacto hedor del rencor y las lágrimas gangrenadas.
Tres meses pasaron desde la fatídica noche que conoció a Allegra, desde su exilio. Dos y medio desde la masacre de aquel pequeño poblado. Y con cada nuevo paso que daba se alejaba más. Moría lentamente, creando una coraza. Igual que sus pies estaban cubiertos por una capa de barro y sangre seca, mientras la piel se curtía, su corazón se endurecía y su mirada perdía el brillo inocente.
Aprendió a esconderse, a ser invisible de hombres y ladrones para que no se interpusieran en su camino. Se volvió sigiloso y veloz, pues debía robar comida en los pueblos antes de que lo capturasen, o dinero si quería comer caliente. Aprendió, aunque fuera por las malas, cuales eran las plantas que no debía tocar y recordó a la fuerza aquello que le habían enseñado e ignorado en su infantil indolencia.
Avanzaba una tarde de otoño cuando se encontró en un claro junto a las montañas. El cobre comenzaba a inundar las cobas de los árboles y la luz anaranjada del sol provocaba un efecto devastador. Durante un instante el mundo parecía envuelto en llamas. Ariel apretó el puño, notando como las tiras de cuero que utilizaba para envolver nudillos y muñeca se apretaban contra la cicatriz. El fuego siempre le recordaba a Allegra.
Un pequeño arroyo discurría entre las rocas. Era un buen lugar para descansar. Resguardado, con una fuente de agua y parecía seguro. No le debió de sorprender cuando aquel carromato surgió de la otra orilla.
Era un carro medio destartalado que parecía haber recorrido mil caminos, cuyas ruedas se desmontarían en cualquier momento. La tela que servía de pared y techo una vez fue blanca pero ya no recordaba dicho color. Los remiendos hacían su mejor esfuerzo por sostenerla pero ellos mismos necesitaban costuras. Dos caballos de tiro de pelaje burdo y áspero pero no desnutridos piafaban, ansiosos por beber y librarse de sus bridas.
— ¡Quietos, joder! —un hombre de cabellos castaños saltó del carro sin soltar las bridas en ningún momento—. ¡DIANA! Niña, despierta de una vez. Ven a darle de comer a las bestias. Me estoy meando.
Ariel se sentía acorralado, expuesto a lo que pudiera suceder. Estaba a punto de anochecer y se sabía que al caer la noche surgían los demonios y el mundo era peligroso. Esa gente podría ser la fuente de comida si les robaba pero estaba en el medio del claro. Ariel permaneció paralizado, incapaz de moverse hacia ningún sitio, incapaz de esconderse. La muchacha liberó a los caballos y tiró de ellos hasta el arroyo. Fue en ese momento cuando se cruzaron las miradas.
Por un momento ambos permanecieron en silencio.
— Hola —dijo ella, cautelosa.
Ariel permaneció en silencio. No se fiaba de las personas.
— ¿Estás herido? —preguntó mientras dejaba a los caballos bebiendo.
El muchacho no respondió. Quizá si saliera corriendo tendría una oportunidad de escapar. Parecía mayor que él, quizá de dieciséis o diecisiete años pero era menuda.
— ¿Con quién cojones hablas?
El hombre se había acercado y lo había visto. Estaba perdido, del todo. Ya no tenía escapatoria alguna. Estaba perdido. Se imaginaba una nueva paliza, una nueva oscuridad, una nueva masacre. Cerró los ojos esperando lo peor.
— Tú, renacuajo. ¿Estás solo?
Ariel miró al hombre, esperando el golpe, la acusación, el odio.
— Sí.
— Pues acércate, joder. No somos salvajes —apuntilló la frase con un generoso escupitajo y miró a su compañera—. Voy a prender el fuego, saca algo de comer.
La tal Diana, poco dispuesta a seguir las órdenes de su intimidante compañero, se acercó al arroyo, lo cruzó de un salto y luego se detuvo junto a Ariel.
— A pesar de las formas de Serafín, no debe intimidarte siempre que no seas peligroso —Diana lo estudiaba. No se fiaba de él y no podía culparla. Él tampoco se fiaba de ella—. ¿Eres un ladrón o un asesino?
— No —Ariel sintió el rubor en sus mejillas—. Solo para comer.
Se sobreentendía que robaba para comer, no asesinaba. Diana lo comprendió y lo demostró con un asentimiento.
— Entonces ven.
Cruzaron el pequeño río y el agua le supuso, como siempre, un alivio a los agotados pies. El hombre llamado Serafín había encendido en poco tiempo un pequeño fuego que se avivaba con cada segundo. Clavó su adusta mirada en Ariel y echó otro leño a las llamas.
— ¿Tienes nombre?
— Ariel, señor.
— No me llames señor. Soy Serafín y ella Diana, sin diminutivos, apellidos ni apodos. ¿Hacia donde te diriges, renacuajo?
— A ningún sitio.
El gesto agresivo de Serafín se transformó cuando su boca se torció en una media sonrisa burlona. Entonces se volvió peligroso.
— Que casualidad. "Ningún sitio" también es nuestro destino.»
¡Espero que les haya gustado! Siempre es un placer recibir sus comentarios y opiniones, nos vemos pronto con más y mejor y esperemos que nuestros nuevos compañeros ayuden a Ariel en su destino. =D
Mañana más y mejor, ¡Nos vemos!
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